lunes, 6 de noviembre de 2023

Cuatro Poemas de Dorothy L. Sayers

 


Los dos primeros de su opera prima: “OP. I.” Oxford, 1916.

Los siguientes editados en “Oxford Poetry 1919”.

 

HIMNO EN CONTEMPLACIÓN DE LA MUERTE SÚBITA.

 

Señor, si esta noche mi viaje termina,

te agradezco primero por los muchos amigos,

los pilares robustos e indiscutibles

que sostienen el puente de mis años.

 

Y luego, por todo el amor que di

a las cosas y a los hombres de este lado de la tumba,

sabiamente o no, ya que puedo comprobar

que siempre hay mucho bien en el amor.

 

Asimismo, por el poder que me diste

de ver el mundo entero con alegría,

por la risa, paráclito del dolor,

como los soles de abril a través de la lluvia.

 

Además porque, no siendo demasiado sabia

para hacer cosas necias a los ojos de los hombres,

gané experiencia en eso,

y vi la vida un poco como es.

 

También por la alegría del trabajo concluido

y las responsabilidades cargadas bajo el sol,

pero no menos por la vergüenza del trabajo perdido,

y la mansedumbre nacida de una jactancia estéril.

 

Por cada cosa bella e inútil

que hace que los hombres interrumpan su trabajo

para mirar y encontrar una “espuela de caballero”

y caléndulas de distinta tonalidad.

 

Por los ojos para ver y los oídos para oír,

por la lengua para hablar y los dedos para sostener,

por las manos para obrar y los pies para andar.

Por la vida, te doy gracias también.

 

Por todas las cosas alegres, curiosas y extrañas,

por el sonido y el silencio, la fuerza y el cambio,

y por último, por la muerte, que sólo da

valor a todo lo que vive;

 

Por todo esto, buen Señor que me hiciste,

alabo tu nombre; ya que, en verdad,

en mi alegría no he tenido escasez

aunque esta fuera mi última noche sobre la tierra.

 

ÚLTIMA MAÑANA EN OXFORD.

«Los grandes poetas... no se toman la molestia de idear finales cuidadosos. Así, Homero termina con líneas que bien podrían estar en medio de cualquier pasaje». H. Belloc.

 

No creo que se haya dicho mucho

de solemne réquiem por los buenos años muertos.

 

Como Homero, sin rapsodia atronadora,

cerré el volumen de mi Odisea.

 

Lo que más recuerdo, sobre todo

es la cicuta blanca junto al muro del jardín.

 

 

A FAÓN

Con “aquella eternidad prometida por nuestro inmortal poeta”.

 

¿Por qué vienes al poeta, al corazón de hierro y fuego,

buscando suave abrigo y las pequeñas cosas del deseo,

esperando besos ligeros de labios inclinados al canto?

No doy nada menos que a mí misma ¿soy pequeña cosa acaso?

Yo camino de escarlata y seda a través de las áridas llanuras del infierno,

Y oro fino y rubíes es todo lo que tengo y lo que vendo,

porque soy el orfebre real y mis obras son todas de oro,

y tú vivirás para siempre como un pequeño cuento que se cuenta.

Cuando los reyes hayan pasado y perecido, y el polvo cubra sus nombres,

cuando las altas, inexpugnables ciudades sean solo viento y llamas,

y las insolentes y nuevas naciones se levanten y lean, sabrán

que pequeño, pequeño, señor eras, porque yo te amaba tanto.

 

Nota: Este poema se inspira en la obra de Horacio: Heroides, o Cartas de las heroínas, XV: Safo a Faón (Sappho Phaoni), donde la poetisa Safo se queja al bello Faón de abandonarla. La cita epigráfica, a su vez, hace referencia a la dedicatoria de los sonetos de Shakespeare hecha por su editor al hombre misterioso que habría fungido de fugaz musa para los inmortales versos. A.L.

 

 

SIMPATÍA

 

Me senté y hablé contigo

al parpadeo del fuego y la tiniebla,

haciéndote responder

en tus modos delicados y suaves.

No dejé de repasar

la negra curva de tu cabeza

y la dorada piel de tu garganta

sobre el rojo-dorado del cojín.

Pero todo el tiempo, detrás,

en el taller de mi mente,

la extraña tejedora del destino

iba adelante y atrás

juntando hilo sobre hilo

con lentos dedos decididos:

las cosas que no dijiste

y pensé que no sabías,

las cosas que dijiste hoy

y yo había dicho hace tiempo,

para tejer en un telar maravilloso,

con muy tenues colores,

una cosa curiosa y obstinada…

esa red que llamamos verdad.


jueves, 24 de marzo de 2022

Como una canción sin fin...


My life flows on in endless song;

                Mi vida fluye como una canción sin fin.

Above earth's lamentation,

                Por sobre las lamentaciones de la tierra,

I hear the sweetdagger, tho' far-off hymn

                escucho el eco de un himno lejano

That hails a new creation;

                que saluda a la nueva creación.

 

Thro' all the tumult and the strife

                A través de todo el tumulto y la guerra

I hear the music ringing;

                escucho el son de la música.

It finds an echo in my soul—

                que halla un eco en mi alma:

How can I keep from singing?

                ¿Cómo puedo dejar de cantar?

 

What tho' my joys and comforts die?

                Aunque muera mi paz y mi alegría

The Lord my Saviour liveth;

                vive el Señor mi Salvador.

What tho' the darkness gather round?

                Aunque me rodee la oscuridad

Songs in the night he giveth.

                Él me da canciones en la noche.

               

No storm can shake my inmost calm

Ninguna tormenta puede sacudir mi calma

While to that refuge clinging.

mientras a este refugio se aferra.

Since Christ is Lord of heaven and earth,

Puesto que Cristo es Señor de cielo y tierra,

How can I keep from singing?

¿Cómo puedo dejar de cantar?

 

I lift my eyes; the cloud grows thin;

Levanto mis ojos, las nubes crecen delgadas,

I see the blue above it;

veo el azul por encima,

And day by day this pathway smooths,

y día a día el sendero se desvanece,

Since first I learned to love it,

Desde que aprendí a amarlo

The peace of Christ makes fresh my heart,

la paz de Cristo refresca mi corazón

A fountain ever springing;

como fuente siempre viva.

All things are mine since I am his—

Todas las cosas son mías desde que soy suyo

How can I keep from singing?

¿Cómo puedo dejar de cantar?

 

Este himno fue compuesto en 1869 por el pastor bautista Robert Lowry.

En 1950 Doris Plenn añadió las siguientes estrofas:

 

When tyrants tremble, sick with fear,

Cuando los tiranos tiemblan, enfermos de miedo,

And hear their death-knell ringing,

y escuchar su toque de difuntos,

When friends rejoice both far and near,

cuando los amigos se regocijan tanto lejos como cerca,

How can I keep from singing?

¿Cómo puedo dejar de cantar?

 

In prison cell and dungeon vile,

En celda de prisión y mazmorra vil,

Our thoughts to them go winging;

nuestros pensamientos hacia ellos van volando;

When friends by shame are undefiled,

cuando los amigos por la humillación son purificados,

How can I keep from singing?

¿Cómo puedo dejar de cantar?

jueves, 3 de marzo de 2022

Tu Marcellus eris (Eneida VI, 883)

 

Virgilio leía sus propios versos encendido de un fuego que combatía en su rostro y en su corazón contra la vergüenza natural y el sentimiento de humildad que lo embargaba cada vez que estaba en presencia del emperador. Augusto quería que le recitase lo que iba componiendo. Los borradores de aquella obra que duraría más que los mármoles y los bronces. La Eneida. Virgilio trabajaba en ella con un esfuerzo que lo iba agotando. La altura que pretendía escalar le parecía cada vez más abrupta y, quizás, imposible. Sin embargo, los que lo escuchaban, afirmaban que aquellos versos no eran humanos, que un dios hablaba desde el corazón del poeta. Aquellos versos estaban llenos de valentía y de brillo, de oscuridad y de pena, de amor y de esperanzas. El que escuchaba esos versos descubría, quizás por primera vez en la vida, lo que era ser un romano. Lo que era tener un alma latina. Lo hacía sentirse a uno orgulloso y comprometido con la obra que el destino había dispuesto: restaurar la edad de oro, alcanzar una paz duradera.

 

Esa noche acompañaban al emperador su hermana Octavia y su esposa Livia. Octavia había sacrificado mucho en su vida por la paz de Roma. Pero su mayor pérdida era la de su hijo Marcelo, que a los diecinueve años había partido hacia los Campos Elíseos, con las almas de sus antepasados. Algunos historiadores insinuarán después que fue Livia quien se encargó de envenenarlo para promover a su hijo Tiberio como favorito del emperador. Porque Marcelo había ido creciendo como una promesa que llenaba de ilusiones a todos. Nobles y plebeyos. Hasta que llegó la muerte. Y se cortó el hilo de las parcas.

 

Virgilio había elaborado un raro tapiz de sílabas, metros y cadencias. Como en un espejo profético su poema significaba muchas cosas y ninguna más que él mismo. Hablaba del pasado de Roma, pero allí mismo estaba hablando de su futuro. De los deseos de Augusto, pero también del campesino romano, y del legionario. Eneas, el piadoso protagonista de la obra, desciende a la morada de los muertos y escucha de su propio padre la profecía del futuro de su raza y de su pueblo. Puede ver las almas que están esperando nacer. Y hay allí un espíritu joven, lleno de virtudes, del que se dice que encarnará gloriosas promesas para Roma y el mundo. Se habla de él con esperanza, y con una nota de tristeza. Virgilio lee sus propios versos como si no los hubiese escrito él, sino una de las antiguas sibilas. Todos están pendientes de la cadencia armoniosa y brillante de su voz. Como si fuese una orquesta entera y no un hombrecito flaco armado sólo de un pergamino y palabras.

 

Entonces ocurrió: el poeta pronunció el nombre de aquella alma que concitaba tantas ilusiones: “Heu, miserande puer! Si que fata aspera rumpas, / tu Marcellus eris” (¡Ay, triste niño! Si rompes el cerco de los negros hados / tú serás Marcelo). Y Octavia, la madre, sintió que perdía la vida. Se le cortó el aliento y por unos segundos se le paralizó el corazón. El emperador detuvo la lectura. Virgilio por un momento no comprendió lo que pasaba. La mirada de Livia era inexpresiva, pero quizás estuviese un poco asustada. Por un instante la poesía había hecho su magia. Había resucitado al muchacho tan amado y temido. Había hablado de él no en tiempo pasado, sino en tiempo futuro. Lo había colocado de nuevo en la región de la esperanza.

 

Eso es lo que hará siempre grande la poesía de Virgilio. Hace nacer las esperanzas allí donde todo parece muerto. Y hace de derrotados fugitivos, como Eneas y sus compañeros, constructores de nuevas ciudades. Ya no somos romanos, pero una voz sigue hablándonos en esos versos. Haciendo su milagro. Aquella noche el poeta regresó silencioso a su casa, caminando lentamente bajo el rocío. Estaba en paz. Seguiría poniéndose nervioso delante de Augusto, pero estaba en paz. Había comprendido que, aún con todo el esfuerzo invertido, era simplemente un escriba de Otro.

 

A.L.

 

sábado, 23 de enero de 2021

La Elegía Y, de Hermann Weller


Hermann Weller (1878 – 1956): Filólogo, docente y escritor, este autor católico alemán atravesó las grandes crisis del siglo XX y fue el más famoso de los poetas neo-latinos de su tiempo.

Su vida:

Hermann Weller, nació en Schwäbisch Gmünd en 1878. En 1901 recibió su doctorado en latín y sánscrito. En los años siguientes, completó su examen estatal en latín, griego, francés y hebreo. También se distinguió por un sólido conocimiento de inglés, italiano, indio y persa. Ejerció como filólogo clásico en el servicio de educación superior de Württemberg, y luego en el Gimnasium de Ellwangen entre 1913 y 1931. En el ínterin de la Primera Guerra Mundial sirvió como operador de radio en el frente occidental. En 1930 obtuvo la cátedra de Indoeuropeo en la universidad de Tubinga.

Durante toda su vida escribió poesía en latín. Participó en numerosas ocasiones en el Certamen Hoeufftianum, el prestigioso concurso de poesía latina organizado por la Real Academia de Artes y Ciencias de los Países Bajos, ganando el primer premio en doce ocasiones. Fue considerado el Horacio del siglo XX, por lo que el ayuntamiento de Ellwangen le pusiera su nombre a una calle en 1931.

El 9 de diciembre de 1956, falleció a la edad de 78 años en Tubinga, sin hijos y viudo durante muchos años.

 

La Elegía Y:

Solidario con los padecimientos de sus amigos judíos (como Julius Stern y su esposa), y las persecuciones que también sufrió la Iglesia (especialmente en la figura de su obispo, Johannes Baptista Sproll -cf.nota: 1-), en su elegía “Y” -quizás el nombre más breve en la historia de la literatura- realizó la paradoja de presentar la realidad como un sueño alegre y otoñal, y el sueño como una realidad brutal y sangrienta. Entre ambos mundos la denuncia se disfraza de alegoría y la alegoría de broma.

El aire festivo con que el poema comienza y acaba sirve de camuflaje a la crítica (un poco como lo hizo “El gran dictador” de Chaplin), pero también disimula la impotencia de un intelectual enfrentado a la crudeza de la realidad. Es una elegía de la belleza que se pierde cuando se expulsa al otro, y una confesión de su propia cobardía, y la responsabilidad de los hombres de la cultura.

Finalmente, el poema se abre a la esperanza-contra-toda-esperanza, la única que puede dar una respuesta positiva a la oscuridad de los tiempos. Porque, como afirma uno de sus comentaristas: «Es el anclaje firme del poeta en la religión cristiana, más precisamente en la denominación católica (...) desde donde Weller rechazó desde el principio el nacionalsocialismo y se opuso a él». (2)

Con esta elegía ganó el Premio Hoeufftianum en 1938 (lo había presentado a fines del año anterior). La prensa nazi disimuló sus méritos apelando al carácter “gracioso” del mismo, y confiando, quizá, en que la cultura latina estaba ya muriendo. No pudo publicarlo en Alemania hasta 1946.

El original latino puede leerse en: https://www.hs-augsburg.de/~harsch/Chronologia/Lspost20/Weller/wel_cyps.html

A continuación presento mi pobre traducción que algún latinista podrá mejorar.

 

Elegia “Y”

(1937)

 

Cantemos cosas un poco más ligeras (3)

 

Cuando el vinífero Otoño visita los bosques y los huertos,

y llega con su alegre veste a los apacibles campos, (4)

entonces sopla en las delgadas cañas, recorriendo sus reinos,

y difunde nuevos sones con la maravillosa zampoña.

 

Y mientras suaves melodías resuenan de mágicas flautas,

todas las cosas muestran un renovado rostro.

Amarillea el arce, enrojecen las zarzas, brilla dorada el haya,

y en nada permanece el color de antes.

 

La tierra es más luminosa, y como ingrávidas surgen,

entre tenues nubes, las altas cimas de las montañas.

Al Otoño le gustan las cosas más ligeras. En los mortales mismos

atenúa el ingrato peso que oprime los corazones.

 

Hace que se hinchen al sol los racimos maduros

y que ya la uva tinta sonría a su dueño.

Por doquier entonces bulle la vendimia con alegre canto,

y emana de las prensas el dulce olor por el lugar.

 

Entonces gustan el mosto nuevo y, relajados por Baco,

creen que todo está lleno de alegres espíritus.

Yo también, unido al pueblo que celebraba la fiesta,

fui retenido, como por blanda cadena, al dulce vino.

 

Al canto nos entregamos con bien regadas gargantas,

y todas nuestras preocupaciones huyeron con la danza.

Inspirado por el generoso espíritu del vino,

tarde a la noche emprendí el regreso a mi casa.

 

La luna en lo alto brillaba sobre los techos de las casas.

Nunca había sido tan grande el esplendor de su luz.

Su globo estaba lleno y podía verse su rostro

donde la serena boca se dilataba en una leve sonrisa.

 

¿Por qué sonríes, diosa? ¿Acaso porque a ti también te venció Iaco [i.e.: Baco]?

¿O porque, oh, se tambalea aquella casa próxima?

“Detente, casa” dije “te lo ruego, un momento.

Respeta a mi amiga, que yace presa de un dulce sopor”.

 

“Pues odia Lydia ver interrumpidos sus blandos sueños. (5)

Lo sé: creed al experto. ¡Detente, casa!”.

Pero recitando bajito, para mí, “Lydia, ¿duermes?” (6)

me adelanté y pasé de largo por su casa.

 

Pero ya veo a mis penates [i.e.: mi propia casa] alejarse corriendo.

¡Ay, alcanzarlos era un trabajo digno de Hércules!

Más fácil fuera entrar en un bote en movimiento

que dar alcance a los fugitivos.

 

Pero al que domina el dulce Amor y la ebria prole de Júpiter [i.e. Baco]

es bendecido y protegido, aunque el camino sea difícil.

Y todas las puertas se me abrieron

y todas las escaleras subí con gracia.

 

Llegé cansado –a pesar de los frecuentes tropiezos–

a la blanda cama de mi habitación, de la que suelo ser probado auriga.

Tal como era mi intención al haber terminado bien el peligroso trabajo.

 

Y me alegró como allí la fulgente Luna

todo lo cambiaba maravillosamente con su arte.

Todo el dormitorio se veía irradiar

y la profunda noche se volvía clara como el día.

 

Las paredes del aposento y el bello cobertor del lecho

refulgían más cándidos que la leche.

Y de un libro que al acaso yacía revuelto en la mesa,

el papel podría vencer a la nieve.

 

Sin demora intenté recorrer las páginas escritas

y leí lo que podía en aquella letra pequeña.

Encontré el verso y recité: “Lydia, ¿duermes?”

¡Lydia, palabra feliz, qué dulce suenas para mí!

 

Una gema brillante aumenta la belleza del oro admirable,

y tú por la “y” alcanzas mayor nobleza.

Ya no podía separarme del tierno libro,

a pesar del cansancio de todo mi cuerpo.

 

Quitada la ropa me acosté en la chirriante cama,

y como era mi costumbre me puse a leer recostado.

Muchas veces, cansados se me cerraban los ojos mientras leía.

Muchas veces, cabeceaba vencido por el sopor.

 

Muchas veces se me caía el librito de las manos al lecho,

y además veía borroso lo escrito. Sin embargo, me obstinaba:

aún no se agotaba el vigor y entusiasmo del cuerpo y de la mente.

 

De modo que resistía: los caracteres se escapaban

una y otra vez, pero intentaba seguir su flujo con el dedo.

Por su parte Febe [i.e.: la Luna] duplicaba la luz para el luchador,

y había una apacible tranquilidad, apta para tales lecturas.

 

Pero ¿qué es esto? ¡Ey! una letra abandona su lugar,

y deserta de su usual posición. ¡Cosa admirable de decir!

Rápida como una pulga da un salto, semejante una pequeña tijerita, (7)

y desprendiéndose del margen, cae.

 

Muchas otras, veloces como un escuadrón de hormigas,

se precipitan tumultuosas por todo el cobertor del lecho.

Palidecí, y los pocos cabellos que me glorío de conservar

se me pusieron de punta de tanto miedo.

 

Pues a mi mente acudían famosos prodigios.

Como el que una vez viera el rey de Enopia,

cuando Júpiter, Dios soberano, creó a los Mirmidones

a partir del cuerpo de las hormigas. (8)

 

Y no temía en vano: si bien no veía allí cuerpos verdaderos,

sí alcanzaba a ver unos miembros: movían hostiles los ojos

y las bocas con furia, y aún sus pequeños brazos y manos.

 

Ya la página había despedido a toda su turba,

y ¡ay, ay! me atacaban las manos.

Furioso salté del lecho, y sacudí a los muy insolentes:

con estrepito cayó el negro ejército. (9)

 

Pero mi mano -aunque se libró de la emboscada- me dolió,

y aún siento la picazón, como si me hubiese quemado.

Ya el lecho, ya el suelo, ya la mesa

y todo el lugar es invadido por la indómita peste.

 

Por todas partes resonaba el fragor de la confusa turba

y se mezclaban los sonidos resonantes como silbidos mezclados.

“¿Me engaño o ya vienen las guerras civiles

y es tiempo de que me aparte de en medio?”

 

Y me aparté cuanto pude. Ya las comas son usadas como garrotes

y los puntos vuelan arrojados. El escuadrón acosa al escuadrón;

los grandes aristócratas se esfuerzan y ya temen ser vencidos por la plebe.

 

Y cae la gran “O”. Yace, ay, como el aro [i.e.: el juego infantil]

girando en la inmundicia, por mucho que grite la multitud -¡Mirad!-

No pudo tolerar esto “A”, príncipe del pueblo y jefe sagaz, (10)

de quien fuera su más digno y espléndido amigo.

 

A menudo pudo frenar la rabia del populacho,

a menudo su resonante voz logró cambiar el ánimo de la grey.

Apenas oía la ciega plebe las palabras sonoras

del severo jefe, callaba estupefacta.

 

Y ella: “¿Quién, ah, -dijo- incita el furor de los ciudadanos?

¡Aplacad la ira! ¡Y no destrocéis a vuestros propios camaradas!

Compatriotas: es con la sangre de los extranjeros

con la que, hace ya tiempo, hay que saciar los corazones”.

 

Aún no había terminado: lo ovacionaron con bramido estridente,

buscaron la “Y psilon” y la trajeron para darle muerte. (11)

Condujeron al reo a gritos ante el tribunal,

los brazos cruzados atados al delgado pie.

 

Entonces “A” comenzó así: “Prestadme atención, ciudadanos: (12)

Nuestro Gramático (-¡temblé!-), creedme, ama.

Ama a una cuyo nombre no es digno de nuestro Lacio

-¡qué vergüenza!- y por ello prefiere los sonidos extranjeros de ésta.

 

¡Hasta tal punto este mal puede corromper las costumbres!

Esta clase de mujeres pierde a los hombres.

Y ha hecho que éste borracho, leyendo poesías a media noche,

exhale los vapores de Iaco [i.e.: Baco] sobre nosotros.

 

Sin embargo, esto es cosa leve (- sucesos más graves hemos soportado,

Compatriotas -). Algo más funesto es lo se debe temer.

Aquí se planea viciar poco a poco el hablar latino:

¡se ataca la república y nuestra vida, camaradas!

 

Y porque aún no ha llegado esta peste

a nuestras cosas más queridas y sagradas,

no desdeñéis un mal semejante, dándoos por seguros.

 

A menudo pequeñas semillas de enfermedad

crecieron velozmente hasta dar muerte horrenda a todo el cuerpo.

A menudo una chispa escondida hizo surgir feroces fuegos,

y reducir una casa a cenizas. No me demoraré en más ejemplos,

recordaré uno de muchos: tú también sufres el que te hayan enturbiado, Tíber.

 

Tú que te alegras de ser celebrado en el Lacio con el nombre de Tíber.

Sueles ser escrito con la voz impura “Thybris”.

Si esta calamidad toca palabras tan sagradas,

¿cuáles palabras plebeyas sobrevivirán a la fatalidad?

 

No se detienen allí sus insidias:  a todas nos desdeña,

pues desprecia la patria y su noble estirpe.

Es un pequeño griego de pies a cabeza: fylós,

calvo y bajito, de voz quejumbrosa y poco viril.

 

Y ya no digo más: la culpa es grave y manifiesta.

A vosotros os corresponde dictar sentencia.

A vosotros cedemos nuestro derecho, Compatriotas:

aquí seguiré el sentir y el juicio del pueblo”.

 

Terminó de hablar. Grandes aplausos estallaron por todas partes.

Sin demora, el senado se reune a deliberar.

Uno aconseja la espada, otro apedrarla, este el hacha,

aquel la horca, el más moderado: el infame destierro.

 

El pueblo se divide, se entrega a amargas disputas,

comienza la matanza. A todos arrebata la ira y el furor.

Se tiñe el suelo con la pegajosa negrura de la sangre:

las crueles heridas se mezclan de las confusas muchedumbres. (13)

 

Mientras tanto, huye entre ellos el reo, rompe sus ataduras

y se lanza buscando la abierta ventana del dormitorio.

A fuerza de bregar se libra de las manos enemigas

justo en el límite, y pone el pie en el borde.

Moviendo un pequeño bracito ensaya un adiós

y, sonriéndome, he aquí que vuela hacia afuera. Quedé atónito.

 

Me dije entonces que había sido yo demasiado cobarde e indolente,

y me avergoncé de haber dejado solo al reo.

Me sentía enfermo de inquietud.

La prolongada demora me mataba,

y me atormentaba el recuerdo del amor ausente.

 

He aquí que me lanzo por la ventana

y, dejándome caer, llego al jardín -socorrido no sé por cual dios -.

Y veo algo asombroso: extendiendo los pequeños brazos,

en el vértice de un pino, estaba mi “Y psilon”.

 

Más que de costumbre, Febe había embebido

-si es dado creerlo- con una dulce luz el agua del rocío.

¿Qué hacer? Me cansé, sudando, de escalar el tronco.

Por lo que con suave sonido dije estas palabras:

 

“¡Y, te lo ruego, vuelve! Un amigo fiel te lo pide,

con la hermosa Lydia y la multitud de los gramáticos.

Te lo pide el mismo pueblo, que ha cambiado su parecer:

También este tiempo, aunque negro, pasará.

 

Te rogamos, pues, que vuelvas. Resplandecen las cosas ordinarias

si se les añade un ornato raro. Pues la “rara avis” es estimada. (14)

A los lirios del Ganges ennoblece el loto en el estanque.

Una sola gema ennoblece a muchas cuentas de vidrio.

 

Tú también: no sé qué fiesta añades

a las palabras populares de Italia y a los itálicos acentos.

Huésped, ven: sé bienvenida. Ya no serás maltratada, huésped,

si el derecho de los forasteros tiene algún valor para los hombres cultivados.

 

Tú entiendes las cosas extrajeras, llevas contigo a los mysterios,

y provienes de la misma fuente que los antiguos mythos.

Cuando resuenas surge la imagen de la tierra griega

y de todo lo eterno que ella sola dio a las naciones.

 

Eres semejante a los antiguos reyes, de los que habla la leyenda,

que arrastraban la syrma [i.e.: la cola] de sus largos vestidos

sobre los coloridos mármoles del suelo.

Noble tú misma, eres alabada por tus compañeras.

Y por muchos nombres recibes el máximo honor.

 

Así, nada es más dulce a nuestros oídos que Lydia,

y por tu influencia se hace grato el nombre de la lyra.

En grandes palabras habitas. Por los siglos vive la voz del hymno.

Corres, mytho, de boca en boca. La syllaba dio las santas leyes al poeta,

que no permite que sus palabras carezcan de rythmo.

 

Pero de mayores cosas debo hablar: La que enseña

las armonías del vasto mundo,

las primeras semillas de las cosas y su destino,

el aspecto de la Naturaleza y las leyes que todo lo gobiernan,

esa sagrada ciencia ¡tiene el nombre de physika!

 

El mismo padre de los dioses, gran señor del Olympo,

quiso que fueses parte de su Nombre. (15)

Por lo tanto, abandona la fuga. Todos juntos te pedimos,

huésped, ¡vuelve a tus amigos y a tus palabras!”

 

Así digo. Pero “Y psilon”, riendo, agita los brazos

como para volar hacia las altas estrellas del brillante cielo.

Y en la luz del alba vi el tumultuoso escuadrón ya en marcha,

cruzando el muro y los senderos del jardín.

 

Ante aquellos monstruos, aterrado, perdí la esperanza,

pensando que ya ninguna fuerza humana podría valernos.

Y dije: “Ayúdanos, Júpiter, mueve una ceja, (16)

oh Santo, ¡si aún puedes!”

 

Y Dios, que, invicto, todo lo gobierna

y que tiene en su mano diestra los furiosos rayos,

asintiendo, hizo tronar. (17)

Y tanto resonó el fragor al mismo tiempo y por todas partes,

que temblaron la tierra y los lejanos reinos del cielo.

 

A mí también me había estremecido un súbito y terrible horror,

y se me paralizaba el corazón vencido por el nuevo miedo.

Pero entonces sentí que, alcanzadas como por un horrendo golpe,

se resentían injustamente mis nalgas.

Con lo que volvió la lucidez a mi mente,

al tiempo que lo veía todo, y huía toda sombra de mi alma. (18)

 

¿Qué más podía hacer? Reí, y se estremeció la habitación,

y alegré toda la casa con mi risa. Abandonaba el lecho:

despierto y atónito pisaba las tablas de roble del suelo

y apretaba el libro de Flaco [i.e. Horacio].

 

Callé. Ya llenaba el Titán [i.e.: el Sol] con nueva luz el aposento;

hacía rato que había llegado el generoso día.

Ya volaban por los azules reinos bandadas de pájaros,

y se expandía por el aire el fresco olor de los huertos.

 

NOTAS:

1 En el décimo aniversario de la ordenación episcopal de su obispo (diócesis de Rottenburg), Johannes Baptista Sproll, el 14 de junio de 1937 Weller le escribió una salutación en latín en la que decía: «La década que llevas en tu cargo es corta si la juzgas por el tiempo, pero muy larga si la juzgas por lo que ha sucedido en ella: has visto días amigables, pero también tormentas invernales, tu corazón ha sufrido mucho y tendrá que soportar mucho más. Pero el heroísmo destella en tus ojos, el valor y la piedad: así es como reconocemos a un gran líder. ¡Viva el más valiente defensor de la santa fe! Y si tienes que luchar ¡Dios mismo sea tu apoyo!». Como si fuese una predicción, al año siguiente el obispo, que se negó a participar en el referéndum de abril de 1938, comenzó a ser hostigado por los nazis, amenazado hasta siete veces y atacado en su capilla privada. El palacio episcopal fue devastado, escapó con dificultades y sólo pudo regresar a su diócesis en 1945. Aun así siguió interviniendo, mediante su vicario general, Max Kottmann, y el azobispo de Friburgo, Conrad Gröber. Por ejemplo, en 1940, oponiéndose al plan eutanásico en Grafeneck (un año después protestaría el obispo de Münster, Clemens August Graf von Galen). Falleció en 1949. Desde 2011 ha sido declarado “Venerable” y está en proceso su beatificación.

2 Uwe Dubielzig: Die neue Königin der Elegien -Hermann Wellers Gedicht ’Y’-, traducción personal, publicado en: http://www.phil-hum-ren.uni-muenchen.de/GermLat/Acta/Dubielzig.htm#_ftn80

3 Retoma paródicamente el “paulo maiora canamus” de Virgilio en Égloga IV,1.

4 La personificación del Otoño, sigue el modelo de la invocación de Virgilio a Baco en Georg. II,4ss.

5 La amada del poeta tiene el mismo nombre que la de Horacio (cf. Oda I, 8).

6 Horacio: Carm. I, 25.

7 Se puede comparar la forma de la Y a la de las pequeñas tijeras de la antigüedad romana, o al insecto del mismo nombre y semejante forma.

8 Cuenta la leyenda que Éaco, rey de la isla de Egina (llamada también Oenopia) perdió muchos súbditos debido a una plaga. Apelando a Zeus, Éaco consiguió que las hormigas se transformaran en multitud de hombres. Este es el origen del nombre del pueblo de los “Myrmidones” que significa “hormigas”. El poeta usa “Oenopius” como adjetivo gentilicio, no como nombre propio (por lo que podría confundirse con el personaje del mismo nombre). Pero hay aquí un guiño filológico, pues Oenopio provienen del griego, y significa “rico en vino”, “cara de vino” o simplemente “bebedor de vino”.

9 Puede ser una referencia a la S.S. (Schutzstaffel), brazo armado del Partido Nazi, cuyo semanario llevaba el nombre de “Das Schwarze Korps” (el cuerpo negro).

10 Notemos que “ductor” puede traducirse por “Führer”, sugerentemente identificado con la “A”.

11 Notemos que la “y psilon” además de ser una letra griega y advenediza en el abecedario latino, es la inicial de “yiddish” (judío, en alemán). También se ha propuesto que es la letra “pythagórica”, porque para los seguidores de esa doctrina simbolizaba la bifurcación de caminos, y por lo tanto la elección, la libertad y la responsabilidad consecuente (cf. Uwe Dubielzig: Die neue Königin der Elegien).

12 Esta sección puede compararse a “El juicio de las vocales” de Luciano de Samosata.

13 La escena evoca el pasaje de Luciano de Samosata: Historia Verdadera I,17 (20).

14 El verso de Juvenal: "Rara avis in terris, nigroque simillima cygno" (Sátiras, 6, 165) es el origen de la expresión “rara avis” para denominar algo excepcional y poco frecuente.

15 Se refiere a Zéus (Zeys), pero también a Yawe. Notar que ha dado diez palabras con “y psilon”, el Nombre innombrable sería la undécima palabra con dicha letra, que en su defensa ha mencionado (se puede pensar en la simbólica hebrea y pitagórica del 1 y del 10).

16 En la épica homérica Zeus impone su voluntad divina moviendo apenas una ceja.

17 Traduzco así “nutus, us”: señal, gesto dado con la cabeza. 

18 Referencia a la Eneida XII, 952 “fugit... sub umbras”.